Desde la perspectiva de un aficionado e investigador que viajó al Japón para ver de cerca la genialidad y la siniestra creatividad del «Juego del Calamar», presentamos esta perspectiva que analiza un poco el génesis de esta nueva atracción que, cual imán al hierro, atrae hoy en día a todo el mundo, en especial a los más jóvenes, precisamente por lo macabro del concepto y por la condición -potencialmente decadente- de sus protagonistas. Veamos:
La última vez que visité Tokio, visita que tuve el placer de narrarles aquí, llevaba conmigo el recuerdo de ‘Under the Sun’ (2016), el desconsolador documental de Vitali Mansky sobre las condiciones de vida en Corea del Norte. Me conmocionó verlo, y pensé que había que invadir Corea del Norte y arrasar esa maquinaria masiva de infelicidad, donde millones de vidas eran desfiguradas y humilladas impunemente.
Sin embargo, tras cuatro días en Tokio, viendo a los ‘salaryman’ dirigirse robóticamente al trabajo, y de vuelta a casa, en trenes rigurosamente vigilados, tan obedientes e inofensivos como maniquíes, pensé —y recuerdo realmente que lo pensé— que no sabía qué era peor, si una dictadura o un horario laboral.
Esa idea, más o menos, es la que encontramos detrás de ‘El juego del calamar’ (‘Squid Game’), la extraordinaria serie que emite ya Netflix y que —supongo que por los motivos equivocados— tiene a medio mundo deseando ser secuestrado.
A bulto, por los bordes, ‘El juego del calamar’ no sería más que otro relato de supervivencia radical en la línea de las ‘death game movies’ que abundan en lo que llevamos de siglo XXI, de ‘Battle Royale’ (Kinji Fukasaku, 2000) a ‘La purga’ (James DeMonaco, 2013-2021), pasando por ‘Saw’ o ‘Los juegos del hambre’.
Ya en los noventa, ‘Cube’ (Vincenzo Natali, 1997) fue pieza de culto desde cines de versión original; incluso Arnold Swarzenegger pudo rodar alguna película no completamente estúpida en los años ochenta con esta temática, como fue ‘The Running Man’ (1987).
En fin, mete a un montón de gente a matarse en un espacio cerrado y vete preparando la secuela, sería el plan comercial de este cine menor. ‘El juego del calamar’, sin embargo, dota a este subgénero de una densidad moral inédita.
Los jugadores, en número de casi 500, son todos fracasados, gente tan desesperada por el acoso de los acreedores o de la ley que participar en un juego donde pueden perder la vida no solo les resulta razonable, sino quizá también épico.
Lo que consigue el sagaz artefacto narrativo de la serie es que veamos surgir en las personas más despreciadas de nuestra sociedad (mendigos, malos padres, ladronas, estafadores, ancianos miserables…) la llama de la heroicidad, súbitamente encendida por la oportunidad que les brinda un psicópata (o quien sea que ha ideado el juego homicida).
Me ha costado no comparar el primer capítulo de ‘Squid Game’ (como solo he visto dos, los ‘spoilers’ están a buen recaudo en este artículo) con ‘La casa de papel’, la serie española de factura tan similar y éxito, por lo que se dice, también global. De ‘La casa de papel’ solo vi un episodio, que me pareció infame.
Todos los clichés, tópicos, manías y maneras del cine comercial americano eran trasplantados sin anestesia a la realidad española (¿conocen algún español que viva en una caravana, por el amor de Dios?), incluida la música en inglés, para completar una trama que ya no recuerdo, pero llenita de planos de chicas en bragas y sexo a lo tonto.
Entre los méritos de ‘El juego del calamar’ está ofrecer al mundo una historia estrictamente elaborada a partir de la cultura popular de Corea del Sur. La ropa, la música, los coches, las tiendas, lo que comen los pobres protagonistas (esos fideos envasados), así como el propio juego del calamar del título —que, según el artículo “Is ‘Squid Game’ A Real Game In Korea», de ‘Screen Rant’, fue un entretenimiento real y muy común entre los niños en los años setenta y ochenta en Corea del Sur—, consigue introducirnos en unos códigos sociales ajenos a los nuestros y, sobre todo, no replicar acomplejadamente las coordenadas culturales de Hollywood.
Excepcional drama social
La primera media hora es un excepcional drama social alrededor de un padre divorciado que vive a costa de su anciana madre y solo piensa en ganar dinero fácil apostando a las carreras de caballos. La escena donde, con la tarjeta de crédito robada a su madre, trata de adivinar el pin simboliza todas las expectativas de este personaje: acceder al dinero por pura chiripa. En este caso, lo consigue.
Pero la lacra de fondo de todos los abrumados jugadores que recluta la organización del juego del calamar no es otra que el endeudamiento.
Cuando viví en Japón, me enteré de que su elevada tasa de suicidios guardaba relación directa con las deudas contraídas en un anhelo del hombre de la casa por dar a su familia la vida que la tele decía que debía darle, lo que le llevaba a pedir prestado, gastar, pedir prestado más y, finalmente, tirarse al tren.
Acabo de mirar, con siniestra seguridad en lo que me iba a encontrar, la tasa de suicidios en Corea del Sur: 38 personas al día en 2019 (en España, y ya es un espanto, está en 10 personas al día).
De este modo, lo que encontramos en la —sí— muy entretenida, original, imaginativa y espectacular serie ‘El juego del calamar’ es una afiladísima vuelta de tuerca al capitalismo contemporáneo, según la cual mucha gente podría considerar sensato poner en riesgo su vida si eso le da opciones de salir de los sótanos del sistema.
El hecho mismo de que disfrutemos viéndola tiene algo de sadismo subliminal, pues casi nos hace pensar que, en el fondo, con nuestras cómodas vidas (a fin de cuentas, tenemos Netflix), ver a los perdedores de nuestro entorno darnos entretenimiento sangriento tampoco nos parecería tan mal.
Estamos a un paso del circo romano, amigos. Contra toda expectativa (o, quizá, con toda la lógica del mundo), los comunistas de verdad no estaban en la república comunista de Corea del Norte, sino en la república capitalista de Corea del Sur, haciendo el cine y las series que hacía Hollywood cuando la tontería ‘woke’ aún no lo había destruido por completo.
NAM/El Confidencial/Alberto Olmos
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