miércoles 8 de mayo de 2024

#OPINIÓN || Siempre nos quedará Paris || Rafael del Naranco

Nos viene a la reminiscencia la siempre recordada ciudad de París, y eso acontece en el momento de recibir unas letras del que fuera nuestro baquiano en la ciudad.

El amigo, versado sobre el Museo de Louvre y estudioso de Leonardo da Vinci, nos descubrió la más extensa presentación de la figura de Mona Lisa, mientras esa misma noche terminamos cenando en un bar cercano, bajo una copia esplendorosa de “La boda campestre”, de Pieter Bruegel “El viejo”.

Puedo estampillar con fundamento que todo aquél que camine París, aún siendo una sola vez, no lo olvidará en absoluto. Podrán existir otras ciudades y, aún así, ninguna comparable en lo subjetivo a esa metrópoli en donde cada paleta de pintor encontró su propia luz.

Fue un incansable viajero, Gérard de Nerval, nacido justamente en esa urbe, quien lo expresó:

“No hay nada tan bello como la Gran Colina cuando el sol ilumina su tierra de rojo con vetas de yeso (…) surcada por barrancos y senderos”.

Es por eso que todo corazón sensible, libre y generoso, ama a París. Es más, ella se hace querer como ninguna otra metrópoli.

Quizás ahora nos sobrevenga lo mismo que a Miguel de Unamuno. El escritor vasco vivió en un hotelito de la Plaza Vendôme cuando contaba con 25 años. Regresó treinta años después, y aunque todo estaba igual, nada era ya lo mismo. ¿Nos sucederá ahora a nosotros?

A la manera de otras ocasiones – está roído por el ineludible paso del tiempo – llevaré conmigo el libro “El peatón de París”, de León-Paul Fargue.

Hace añadas que no abro sus páginas, en algunas hay anotaciones escritas a mano, frases, lugares o simples notas sobre la ciudad. Si camino sobre la luz del pasado macilento, me vislumbro igual a entonces, camino cada mañana hacia el café del barrio, en esa hora repleto de estudiantes de la cercana Sorbona, tomando chocolate, y leyendo el proverbial manual.

Han pasado sobre nosotros los meses imperturbables, casi gélidos sobre este mes de enero que finaliza dando paso a cielos con suave irisación de luz, a manera de esas tonalidades que uno contempla en algunos cuadros de Millet, especialmente en ese “Angelus” cuando la tarde comienza a bostezar sobre los desnudos y anchos bulevares de la inmensa metrópoli.

La existencia cotidiana posee su razón de ser, y una crónica viajera igual a la presente, llena de consternaciones ante el acontecer cotidiano, pervive en si misma de pequeños detalles, formas insignificantes, matices o recuerdos empolvados de avenencias recónditas, casi surgidas a requiebros de piel.

En el hotel, escribo una postal a una afable amiga, compañera en la redacción. “Deberías venir a París, la ciudad se halla colmada de fulgores de luz y hay una honda dulzura que te espera”.

Quizás con esas líneas ella deba acordarse de tardes prodigadas en las orillas del Sena, y aquel café en una esquina del bulevar de Cliché, en el Montmartre del Moulin Rouge con las odas de Nerval, y aquellas visitas a la Rue de la Gaité para sentir llegar la noche en alguno de los viejos “bistrots”, mientras un acordeón esparcía canciones populares.

París es una urbe de suaves tonos cayendo sobre las piedras amarillas de sus grandes edificios públicos, con árboles refulgentes y un trajinar de gente dispuesta a participar en la gran ceremonia sacra dentro de un inmenso templo pagano, cuyo altar mayor, es el Campo de Marte.

Y uno camina entre asombrado entre luz y sombra, lo mismo a cualquier personaje cinematográfico de René Clair o Jean Renoir, aunque en aquella ocasión concreta nos vino a la memoria la película “Subway”, al descubrir el mundo subterráneo de las alcantarillas esplendorosas, que igualmente son una ciudad.

Existen dos lugares en esta urbe muy poco visitados por los turistas: uno son las catacumbas. Más de 300 kilómetros de un mundo misterioso, en el cual hay criptas como la de San Sulpicio, cementerios con grandes osarios, e inmensas canteras de yeso y piedra caliza, con cuyo material se han construido los más emblemáticos edificios de la ciudad.

El otro espacio inaccesible y silencioso, son las cantarillas, en donde hay ríos, avenidas, plazas y carreteras pavimentadas, una obra tan colosal que solamente bajando a lo más profundo del subsuelo se puede apreciar en toda su grandeza.

En alguna parte de “Los miserables”, Víctor Hugo hizo bajar a Jean Valjean, con un Mario desvanecido en sus brazos. El escritor señala que Jean encontró una especie de largo corredor subterráneo, donde “había allí paz profunda, silencio absoluto, noche…”.

Clotilde fue en aquella ocasión más explícita si cabe: “En esa insondable cavidad – expresó – Jean desentrañó las propias sombras de su vida”.

Previsiblemente París, la que embriaga en honduras, se halle solamente en nuestras remembranzas interiores.

A los veinte años – primera vez que pisé la ciudad – uno se magnetiza de todo; a los ochenta, la curiosidad se hace sedentaria y se aprecia más el cimbrear de un cuerpo de muchacha joven que un cuadro de Monet.

Con el tiempo ido, no siempre las reminiscencias nos acompañan. Algunas veces se hacen remolonas, y aún así, esperamos que en esta ocasión no suceda eso, ya que la urbe que enamoró a inmensas fibras de la piel, debiera ser siempre comprendida tras los cristalinos de unas vivencias ya reposadas sobre el tiempo, y ahora enmarcadas en el aliento de quien galanteó sin pausa a esa metrópoli.

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NAM/Rafael del Naranco

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