sábado 27 de abril de 2024

#OPINIÓN || Sobre pinares, mar y farallones || Rafael del Naranco

Tras abandonar Venezuela y sus murmullos interiores que aún nos reconfortan, acudimos, a paso de pardal de casero vuelo, a la Valencia mediterránea que hoy nos abriga. El paisaje, en esa hora en que el sol se alza en plenitud sobre el horizonte, todo es placentero. Una brisa, envuelta en salitre, movía las ramas del pino, en esta tierra de semblantes humanos curtidos sobre corrientes generosas.

Una voy nos dijo: “Esas aguas brillando al fondo, detrás de esos enebros encendidos, son del mar Mediterráneo”. Lo supimos al instante. Regresábamos nuevamente desde la orilla del Caribe venezolano, a la marina mediterránea de tantas pasiones, y todo era como si el atributo humano del que formamos parte, fuera una porción de esa inevitable arenisca que cubre la piel.

Sobre atajos, entre las dunas de El Saler, saltando sobre juncales, nidos de ánsares de la laguna cercana, uno llegó a saber que las mujeres hermosas de esta tierra hispana, renacen en los primeros días de abril y desaparecen, igual a la baja neblina, a finales de agosto o la primera semana de septiembre.
Y la necesaria pregunta aún estaba clavada en nosotros: ¿Y hacia donde se alejan?

Nadie lo supo, y aún así, semejante a las aves de la laguna y los almendrales, retornan cada año con la neblina, y los irremediables ciclos de amor, esas adelfas cambiantes protegidas de Neptuno y encubiertas por Minerva.

Es muy cierto ahora: ¿A qué jugábamos entonces? A ser mortales fogosamente enamorados sin respiro, con miedo de que todo fuera un ensueño y se volviera una pavesa. Y el mar, vigilante y cómplice de cada una de esas embestidas, nos miraba estoicamente por detrás de los cañaverales.

La existencia – tonadilla y poesía – era por ese entonces, no un vivir en el ancestral sentido de la palabra, sino una agujeta encabritada, una manera de burbujear la sangre, un trasformar la secreción desde el fondo de las entrañas, y apretar con ella señales tan potentes, como las tenebrosidades insondables cerradas en lluvia.

En ese tiempo de vivencias, entremezclábamos bramidos para probarnos a nosotros mismos los ramalazos de la existencia, y saber si la sangre corría por nuestras venas con la furia desbocada de una catarata refulgente.

José Hierro – brío y azófar al mismo tiempo – el vate de nuestros desahogos en esos días, nos lo predijo:

“No fue jamás mejor aquello. / Esto de ahora es doloroso; / pero el dolor nos hace hombres / y ya ninguno estamos solos. / Alto fue el precio que pagamos: / miseria y llanto en los ojos, / nuestros mejores años verdes / y nuestros sueños más hermosos.”

Esas estrofas poseían instinto juicioso, y cuando lo supinos ya era demasiado tarde. Habíamos subido al último tranvía de la Malvarrosa valenciana. Partía inalterablemente, como el olvido, del casco viejo de la ciudad de Joaquín Sorolla y el poeta Vicent Andrés Estellés – tan profundo compañero del alma – y nos acercaba paulatinamente a la playa de las querencias hieráticas.
Allí nos dejaba frente a la inmensidad de ese lago salado interior llamado Mediterráneo, que bañaba las costas de Capri – siendo uno observado desde sus peñascales por Curzio Malaparte y Axel Munthe.

Más tarde el viento Mistral y Trasmontana nos llevó a Creta y a los desnudos arenales de Trípoli. Lo señaló Montaigne con certeza: “Cada virtud necesita un hombre; pero el compañerismo dos”.

Sobre aquella roca calcificada llena de sensaciones, uno llegaba al encuentro de las palabras taladradas por Pablo Neruda, Byron, Máximo Gorki y Graham Greene, y nos sentíamos peces en la profundidad del mar Mediterráneo.

Las empinadas callejuelas de Anacapri o Marina Grande, serían suficientes para justificar el viaje, pero la “isola”, entre Cabo Miseno y Amalfi, es toda ella un mosaico donde el perfume de las flores, el lacerante graznido de las gaviotas y las abruptas escolleras salpicadas entre profundos acantilados por el blanco de las casas, nos hacían creer, sin un ápice de duda, estar en el propio cielo de la mano de Dante.

Pausadamente, como en otras ocasiones, y en solicitud de los cánones de la antigua Apragopolis, subimos a pie a Marina Grande, teniendo como guardián al Monte Solaro, y “La Piazzeta” o Plaza de Umberto I, en Capri ciudad.
“La Piazzeta”, lugar mundano por excelencia en Capri, era nuestro nido. Sentado a la caída de la tarde cuando el cielo se cubre de todos los rojos posibles, en una de las mesas del Gran Caffé Vuotto, veíamos la vida en un cinemascope ampliado.

Esta crónica es corta y no da para más. Uno recomendaría a quien visite la isla con la pasión de turista observador, hacer el paseo obligado a los jardines de Augusto, a muy poca distancia de la Cartuja de San Giacomo; hacer el camino – obligado – de la vía Krupp, sobre recodos excavados en la roca.

Al atardecer, trotar la senda de Tragara, cuando la luz es más sugestiva, y los farallones, majestuosos, tienen de fondo la península sorrentina, sin olvidar la “Cueva Azul” y los baños de Tiberio y – el cronista escribe esto como deferencia personal – la casa de Malaparte, el autor de “Madre Marchita”, “Malditos toscanos”, “Kapputt” y “La Piel”.

Hemos comenzado estas líneas motivadas por los recuerdos en la costa mediterránea valenciana en la que aún hacemos posada, y son únicamente un tratado de vivencias nostálgicas.

Disculpas, a razón de ser toda nuestra escritura un desahogo personal.

[email protected]

NAM/Rafael del Naranco

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