sábado 18 de mayo de 2024

#OPINIÓN || Gobiernos ingobernables

¿El poder para qué? preguntó el político liberal Darío Echandía cuando sus copartidarios le pidieron que se tomara el Gobierno de Colombia, en medio de los tremendos disturbios de abril de 1948, desatados por el asesinato del popular caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán. Algo similar se pueden preguntar en la actualidad varios presidentes latinoamericanos. ¿El poder para qué?

Empecemos por el chileno, Gabriel Boric. La Cámara de Diputados rechazó siquiera discutir su proyecto de reforma tributaria, y deberá esperar un año para presentarla nuevamente; si fuera antes, debe garantizar que dos terceras partes del senado apoyen la nueva iniciativa. Observadores locales responsabilizan al Ejecutivo de no haber logrado un ambiente de concertación de sus principales propuestas.

Esto se suma al rechazo en las urnas de la nueva Constitución. El economista chileno Alejandro Mico culpa del poco avance del gobierno a un exceso de ambición y un defecto de realismo. Cecilia Cifuentes atribuye los reveses a las posturas radicales extremas, que demonizaron la negociación política y llevaron a perder el apoyo de la población. Volver a avanzar en reformas requeriría cambiar la actitud del gobierno Boric.

En el caso del depuesto presidente del Perú, Pedro Castillo, en abril de 2022 presentó el proyecto de una reforma constitucional para un referendo y convocar una asamblea constituyente. Era la bandera de su gobierno, pero fue derrotada en una comisión del Congreso. Poco antes, el mismo Congreso había limitado iniciativas tributarias clave del Gobierno, orientadas a aumentar los impuestos a la renta, las ventas y alquileres, así como las regalías mineras. De nuevo, una mezcla de inexperiencia política y un exceso de optimismo frente a propuestas desmesuradas dieron al traste con la gobernabilidad. Otros hechos desatarían el cambio de gobierno.

En Ecuador la oposición hostil ha bloqueado la mayoría de las iniciativas del presidente Guillermo Lasso y la Corte Constitucional admitió la solicitud de juicio político contra él. Lasso podría disolver la Asamblea Nacional y gobernar por decreto, pero sería una ruta temeraria.

En Colombia las restricciones al activismo del presidente Gustavo Petro han venido tanto del Congreso como de las altas cortes. El primero rechazó una reforma constitucional de la política a pesar de que creaba una puerta giratoria a los congresistas para permitirles ocupar ministerios y les facilitaba cambiar de partido. Las suspicacias sobre las intenciones hegemónicas del ejecutivo pesaron más que el plato de lentejas de la reforma.

El Consejo de Estado impidió que, por decreto, el presidente se convirtiera en el regulador de facto del sector eléctrico. Finalmente, la Corte Constitucional advirtió estar dispuesta a invalidar leyes que considere contrarias al diseño constitucional del país. Petro también ha recibido el rechazo de varios partidos políticos a su propuesta de reforma de salud, y no está claro si las reformas del mercado laboral y pensiones serán fuertemente “peluqueadas”, pues son vistas con recelo por los empresarios y los aportantes al ahorro previsional.

Terminemos nuestro recorrido de sur a norte con México donde se ha limitado el alcance de las tres reformas constitucionales clave que buscaba el gobierno de Andrés Manuel López Obrador; a saber, la eléctrica, la de la Guardia Nacional y la electoral. A tal punto que a principios de enero el gobierno anunció que no habría más reformas de carácter constitucional.

Las iniciativas eléctrica y electoral fueron rechazadas como normas constitucionales, y debieron ser aprobadas como leyes secundarías. La propuesta de la Guardia Nacional fue aprobada gracias al PRI, y si bien se permitió que el Ejército tuviera funciones de combatir el crimen, no se aprobó que la Guardia Nacional pasara a la Secretaría de Defensa. La suspensión a la reforma electoral estará vigente hasta que la Suprema Corte resuelva, pues se trata de la posible violación a los derechos político-electorales de la ciudadanía.

Como en Chile, Perú, Ecuador y Colombia, el Congreso de México y la Suprema Corte de Justicia han delimitado la discrecionalidad del ejecutivo. Podríamos haber reseñado también la experiencia de Macron en Francia con la reforma pensional, o de Netanyahu en Israel con la reforma de justicia, pero la evidencia de estos cinco países latinoamericanos basta para revelar una especie de sistema inmunológico que defiende a las instituciones contra cierto tipo de modificaciones.

Los gobiernos reseñados llegaron al poder con la promesa de llevar a cabo profundas reformas que cambiarían el comportamiento de la economía, la política y la sociedad en su conjunto. El caso más dramático tal vez fue la propuesta de nueva Constitución producida por la Asamblea Constituyente de Chile y rechazada en las urnas.

A Castillo en Perú no se lo dejó llegar a la instancia de preguntarle a los peruanos si querían o no una nueva constitución. Petro y AMLO han buscado cambios en temas políticos, electorales y de energía que o han sido rechazados por los respectivos congresos, o que han sido objeto de control por parte de las altas cortes.

Algunos argumentarán que las élites políticas y económicas se resisten al cambio, y que eso puede cerrar las puertas para transformaciones democráticas. Con base en ese tipo de reflexión se ha llegado a sugerir otros caminos de participación directa de “el pueblo”. Inclusive en desmedro de la democracia representativa.

Pero no son solamente las élites. Las demostraciones callejeras indican que el malestar con las reformas es más generalizado que simplemente un tema de medios y élites. Dicho sea de paso, muchos mandatarios se apoyaron en dichas demostraciones, y varios fueron posteriormente víctimas de un cambio de sentimiento de “la calle”.

Una forma alternativa de verlo es que estos presidentes se han equivocado en el alcance de sus agendas, que contemplan transformaciones excesivas y riesgosas, de difícil trámite. Eso se suma al desconocimiento de la mecánica de trabajo cotidiano en el Congreso. El manejo de los balances políticos demanda dialogar e inclusive negociar con la oposición. En lugar de desconocerla y querer imponerle unas mayorías que, a la postre, resultan endebles.

Una tercera perspectiva para entender los tiempos que corren es que esto es lo mejor que les puede pasar a los gobiernos. Los presidentes buscan acertar, pero también deben evitar equivocarse, en especial en materia grave. Cuando las instituciones le dicen a los mandatarios que tal o cual reforma traspasa las fronteras de lo admisible, llevaría a incurrir en riesgos excesivos en servicios clave como salud y pensiones, o tendrían consecuencias indeseables en empleo, o un diseño dañino en impuestos, están actuando como el buen amigo que le advierte a uno sobre un error que está a punto de cometer.

Sea como fuere, como dice un amigo mexicano, “hemos descubierto que las instituciones son más fuertes de lo que pensábamos”. Esto tiene un inmenso valor, aún al costo de que los nuevos gobiernos encuentren que no pueden adelantar una agenda radical y sientan que no es posible gobernar. Estos acontecimientos definitivamente han dado nueva vigencia la pregunta de Darío Echandía ¿El poder para qué?

NAM/El País

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