Es imposible evitar pensar en el dolor y el sufrimiento, en las pérdidas materiales y espirituales que se hubiesen evitado para los ciudadanos venezolanos, si la racionalidad se hubiese impuesto tiempo atrás, tanto en el gobierno como en el liderazgo de la oposición; pero ambos lados se empeñaron continuar con un discurso desgastado y un hacer errático, divorciados del interés de la Nación.
Por un lado, ha estado el gobierno nacional aferrado a un discurso machacante y panfletario, trasnochado, vacío y descontextualizado, de un nacionalismo limitado a la palabra rimbombante; una supuesta lucha anti-imperialista, a expensas del bienestar de la gente, una retórica ideológica que, acompañada del manejo dislocado del aparato productivo, sólo ha dejado una postración económica sin precedentes, una migración dolorosa. Por el otro lado, hemos visto a un liderazgo opositor que ha apostado al caos, a la injerencia extranjera, que optó por entregarle el poder de las decisiones sobre su propio país, al gobierno de los Estados Unidos; que pidió y aupó las sanciones causantes de gran daño (es innegable su efecto, de lo contrario no las habrían mantenido) comprometiendo las condiciones de vida de los ciudadanos en el país, y obstaculizando las posibilidades de recuperación nacional.
Los acontecimientos que en el plano internacional se vienen desarrollando han obligado a los sectores en pugna a retomar el camino que siempre debió ser: el de la política como ciencia, el del diálogo y la negociación con ética, que permitan centrar la agenda del hacer político en temas fundamentales como la economía, los derechos humanos y la institucionalidad, devolviéndoles el lugar preponderante que les son propios, si queremos encontrar el camino de la recuperación, la estabilidad y el progreso.
No hay camino a la paz; la paz es el camino, dijo Mahatma Ghandi, el hombre que guió a una nación –multiétnica, gigantesca en extensión y en población- a su independencia por la vía pacífica. Y ese camino pacífico se abre con el diálogo, con el reconocimiento del otro, de sus derechos y de sus necesidades, tan legítimas como las propias.
Por ello, celebramos la noticia de la reanudación de las negociaciones entre los gobiernos de Venezuela y de los Estados Unidos de Norteamérica, y también el retorno al diálogo con sede en México, entre los voceros autorizados del Presidente Nicolás Maduro y de los líderes de la oposición política venezolana.
Sin lugar a dudas, entre los diferentes sectores políticos de Venezuela se presentan enfrentamientos y diferencias –irreconciliables, en algunos casos- sobre paradigmas ideológicos y económicos principalmente; pero estas visiones deben supeditarse a los más altos intereses de la mayoría de los ciudadanos. El cerebro humano, capaz de haber inventado transportes para otros planetas, y la transmisión de información de un extremo a otro del mundo en segundos, también debe ser capaz de encontrar soluciones a estas diatribas y confrontaciones.
La alternativa no puede ser la guerra. Nunca lo ha sido. Elocuentes sobre la sinrazón de los conflictos armados para cualquier nación, son las palabras del escritor Albert Camus: El gran Cartago lideró tres guerras: después de la primera seguía teniendo poder; después de la segunda seguía siendo habitable; después de la tercera… ya no se encuentra en el mapa.
Ningún venezolano puede desear para nuestra Patria una salida de este largo conflicto político interno a través de la violencia, de las armas, de destrucción y eliminación del contrario, de la imposición que siempre trae rencor y deseos de venganza, y que desconoce los derechos del otro.
Tenemos que reconocer que es necesario y favorable para el país ese diálogo, lamentablemente interrumpido por causas no necesariamente vinculantes con el beneficio para nuestra Nación. Más allá de los errores que se han cometido, esas conversaciones son el camino para alcanzar acuerdos que permitan mejorar la economía del país, aspecto crucial, y en consecuencia, darle condiciones dignas de vida a la gente. Lograr cohesión en torno al bien común es posible.
El diálogo es el instrumento por excelencia de la política, es la herramienta básica para cesar los conflictos, y nunca podemos abandonarlo. Preocupa el que haya aún quienes, aferrados a sus intereses, fustigan, bombardean mediáticamente la reanudación de conversaciones entre el gobierno venezolano y el norteamericano, y entre oficialismo y oposición.
La confrontación violenta, que aniquila al sector contrario, es una forma inhumana de competir por el poder. La intención de rediseñar y gobernar sobre tierra arrasada es primitivismo.
Tenemos que reconstruir la política desde la formulación lúcida de propuestas y ofertas que enamoren a la gente; así, con esperanza bien fundada en alternativas precisas, justas, coherentes y racionales, surge el apoyo de los ciudadanos, el respaldo que luego, en el momento indicado, se traducirá en votos. La razón y el diálogo deben imponerse por el bien de nuestro país. Hilando con arte los posibles vínculos para el acuerdo transparente.
Ojalá hubiesen sido las convicciones, los principios y la responsabilidad los que hubieran provocado mucho antes la decisión de volver al diálogo; no obstante, bienvenido sea, y ojalá que los dirigentes de uno y otro sector hayan aprendido la lección, por el bien del país.
NAM/SALVADOR GONZÁLEZ
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