domingo 12 de mayo de 2024

¡MANOS DE PIEDRA DURÁN! Una llama encendida para la juventud latinoamericana (William Briceño)

En abril de 2014 viajé a Panamá para estar presente en el lanzamiento de la primera edición internacional de mi obra biográfica sobre El Sonero del Mundo Oscar D’ León, con cuyo prólogo fui honrado por la importante figura artística que tanto prestigio le ha dado a ese país, Rubén Blades.

Siempre ha constituido para mí motivo de honda satisfacción viajar a ese país, al que he aprendido a admirar –y por qué no decirlo- a amar, al compás de la admiración que le he profesado a Roberto Durán, el legendario e incomparable pugilista que ha bañado de gloria a Panamá y a toda la América Latina.

En una cena programada por los directivos de la Asociación de escritores panameños, se desarrolló una amena charla en la que no faltó el tema del boxeo y de las trascendentales hazañas que libró en los cuadriláteros el llamado con toda justicia Manos de Piedra Durán.

Aquella noche me fue presentado el doctor Eudes Moscoso, médico del General Manuel Antonio Noriega, quien al enterarse, por la lectura de mi curriculum, de que yo había escrito seis obras sobre Jorge Eliécer Gaitán, se acercó, me estrechó la mano y me dijo: “El General Noriega es un gran admirador de Gaitán”.

Al día siguiente recibí una llamada del respetado galeno: “El General leyó uno de sus libros y le pide que lo visite en la cárcel”. Ese día nos convertimos mi esposa Joangel y yo, en los únicos venezolanos a quienes el célebre prisionero de guerra había recibido en el recinto carcelario El Renacer. La mítica figura que el mundo llegó a conocer como El hombre fuerte de Panamá, de un metro sesenta y cinco centímetros, exhibía una vernácula estampa panameña. Lo escuché con atención.

Parecía que escrutaba con cuidado detectivesco cada palabra, analizando la psicología de su interlocutor. Sin aspavientos, ni alteración de su enorme sencillez, nos dejó ver su lucidez y solvencia intelectual que nos sorprendieron. Habló de sus experiencias durante sus casi treinta años de presidio, sobre sus procesos judiciales en Estados Unidos y en Francia. Nos refirió enriquecedoras anécdotas, como la especial circunstancia en que conoció al terrorista Carlos El Chacal y cómo fue su relación con él.

No dejé de pensar ni por un instante en que frente a mí tenía al hombre en quien, tal vez, residía la clave para alumbrar oscuros rincones de un episodio histórico, cuyos nubarrones han impedido que la verdad brote. No me resistí y le dije: “General, quiero hablarle como historiador; usted está en mora con su patria, con su familia, con su pueblo, con el continente, con el planeta y con la historia.

Esa mora será saldada cuando le exprese al mundo la gran verdad que solo usted conoce”. El silencio se apoderó del ambiente por algunos segundos hasta ser fracturado por la voz pausada de quien ha sido considerado el último general de la era militar: “Mucho se ha escrito sobre mí –dijo en tono de despecho, sosteniendo en sus manos dos libros, uno en inglés y otro en francés, que mostraban su rosto en las portadas- pero a ningún escritor he autorizado mi biografía”.

La categórica aseveración marcó pauta para hablar sobre la importancia que reviste para las figuras de excepción que hacen historia, el tino que deben tener a la hora de escoger las plumas que inmortalizarán sus vidas.

“¡Me parece muy bien General; –dije- cuando una figura se extiende en vida fuera de su época y a la altura de su tiempo, no debe autorizar su biografía a ningún biógrafo si no reposa en la seguridad de que su vida habrá de ser inspiración de muchos. Fíjese usted general, por referir un caso cercano, el de su compatriota Manos de Piedra Durán, la monumentalidad de su obra y los tantos aspectos que giran en torno a ese epicentro no debe agotarse en la redacción de simples rasgos biográficos, sino perseguir la trascendencia”.

“Así es doctor” –me dijo emocionado. Sería prolijo enumerar los detalles de la amena plática con el General Noriega, figura también perteneciente a la historia. Me satisfizo tocar con él entre otros temas, el de Durán, dada la inquietud que ha estimulado mi curiosidad intelectual por ahondar con todo cuanto tenga que ver con esa gloria panameña.

Para aquel momento, ya había conocido la biografía no autorizada de Christian Giudice: La vida y leyenda de Roberto Durán; en 2016 leí con mucho interés su autobiografía: Yo soy Durán, y con perspectiva de análisis he visto en más de una ocasión, la producción para el séptimo arte de Jonathan Jakubowicz.

Esos tres meritorios trabajos despliegan aspectos importantes de la digna y admirable vida del boxeador, de su espectacular proeza y de su alucinante obra, lo muestran como uno de los grandes boxeadores de todos los tiempos, pero sucumbo a la tentación de plantearme: ¿son suficientes tales trabajos como para señalar diáfanamente a este hombre que en vida ha traspasado la línea que demarca la inmortalidad? En honor a la más estricta verdad, no, no son suficientes.

La pluralidad de factores que configuran el hechizante cuadro que nos ha presentado este guerrero y esa obsesionante entrega al ideal de sus triunfos, que pareciera no encontrar mordaza que silencie su contenido, no se ha alcanzado. En ninguno de esos  trabajos se percibe, ni se resalta el esfuerzo que desentraña la real grandeza intrínseca, ni mucho menos se nota el indispensable recorrido que debe hacerse por los vericuetos de su psicología.

No se exhibe con transparencia su proverbial nobleza de espíritu, ni la pluralidad de su caleidoscópica personalidad; todo lo cual bien podría constituir un estímulo de superación personal para la presente y futuras generaciones.

El éxito de Roberto Durán es una llama que debe ser encendida en el corazón de la juventud latinoamericana que busca con esmero mirarse en un espejo digno. América Latina es un continente muy rico en la producción de grandes boxeadores; Durán, para honra de Panamá, es por descontado el más grande de todos ellos, en todos los tiempos.

Ese país debe sentirse enormemente enorgullecido por contar como símbolos de grandeza histórica, con esa portentosa obra de ingeniería sin precedentes, como lo es el Canal de Panamá y por el hecho no menos importante, cuidado y no más, de que sobre su suelo y bajo su cielo brotó la gloria imperecedera de Roberto Manos de Piedra Durán.    

NAM/William Briceño