Gustavo Petro asumió la investidura presidencial hace un año en medio de una enorme oleada de ilusión. El primer presidente electo por un partido de izquierdas en 200 años de historia de un país presidencialista, representaba el cambio como pocos: guerrillero en su juventud, político de oposición durante 30 años, símbolo de los debates contra el paramilitarismo y su simbiosis con la clase política en muchas regiones, llegó además acompañado por una mujer afro nacida en la pobreza en una zona históricamente marginada, Francia Márquez, como vicepresidenta.
Era el comienzo de una era, uno de esos días que no pueden dejar indiferente a nadie en el país. Petro llegó con altísimas expectativas, una favorabilidad del 62% —para un país descreído y que contrastaba con el 33% del saliente Iván Duque— y un apoyo casi unánime para algunos de sus primeros anuncios, como reformar el sistema de salud, lograr una transición energética para descarbonizar a Colombia o restaurar las relaciones con la vecina Venezuela.
La emoción quedó patente en la ceremonia de instalación, una colorida fiesta de la que quedó el símbolo cuando, como primera determinación como presidente, Petro pidió que los militares le llevaran la espada de Simón Bolívar, la misma que había sido robada en 1974 por el grupo guerrillero en el que él militó (M-19), y devuelta al Estado cuando sus miembros se desarmaron y reincorporaron a la vida civil.
“Vamos a construir un gran acuerdo nacional para fijar la hoja de ruta de la Colombia de los próximos años”, anunció en su discurso. La izquierda no había obtenido la mayorías propias en el Congreso que duraron todo su cuatrienio, por lo que ese acuerdo nacional tuvo como primera y gran prueba el que Petro lograra tejer una coalición legislativa amplia. Incluía a partidos tradicionales que habían sido sus rivales políticos por décadas, como el centenario Partido Conservador, y se había logrado gracias al talante conciliador que había mostrado el presidente en sus últimos meses como candidato ya que varios exmiembros de esos partidos se habían ido sumando a sus huestes e incluso habían asumido funciones neurálgicas en la campaña. Esa mayoría eligió a dos congresistas petristas en la cabeza de las Cámaras legislativas.
Los primeros meses mostraron una Colombia que se encaminó al cambio prometido. Petro sacó adelante con una velocidad inédita una reforma impositiva progresiva, que le dio al Gobierno más recursos para implementar los anunciados programas sociales; lanzó la ambiciosa política de paz total, que plantea negociar en paralelos con grupos armados pequeños y grandes, de origen político o no, para lograr el anhelado cese de la violencia; reactivó las relaciones con Venezuela, nombrando como embajador a Armando Benedetti, uno de los primeros políticos que habían saltado de los partidos tradicionales al petrismo, y quien había sido su jefe de debate en la campaña. Además, Petro comenzó a asumir un liderazgo en la izquierda continental e incluso en foros globales,
Ese impulso inicial, sin embargo, se fue desvaneciendo por factores internos. Empezando por errores propios, como cuando el presidente anunció, en medio de los festejos propios del primero de enero, que el Gobierno habría logrado un gran avance en la paz, el acuerdo de un cese al fuego con el Ejército de Liberación Nacional, la última guerrilla en armas en colombia. Los guerrilleros lo desmintieron. Aunque la negociación continuó y este jueves, ocho meses después, comenzó el cese, quedó el daño a la credibilidad.
Luego fue la politica. El Gobierno se tomó seis meses para cocinar propuestas para cambiar el sistema de seguridad social, con una reforma a las pensiones, una laboral y una sanitaria. Esta última fue motivo de duras discusiones intestinales, con la ministra de Salud liderando un cambio para que el aseguramiento pase de las entidades públicas o mixtas conocidas como EPS a un ente estatal único, y varios colegas de Gabinete en contra. Petro presentó la idea de la ministra del ramo, pero en el Congreso varios partidos de la coalición se opusieron. Tras dos meses de debates y roces, salió del Gobierno tanto la ministra de Salud y los que se habían opuesto a su idea, como los que representaban a los aliados en el Congreso. La coalición murió, y las reformas se estancaron.
Pero lo que más ha marcado el declive son dos escándalos que han marcado los últimos meses. La jefa de gabinete Laura Sarabia, quien había llegado al Gobierno tras trabajar con Armando Benedetti, sufrió un robo de dinero en su hogar. El hecho privado escaló tras la intervención de policías que custodian el palacio presidencial en la investigación. En un giro inesperado, Benedetti se inmoló al filtrar audios suyos en los que habla de malos tratos de Petro y Sarabia, y mencionó una financiación ilegal de la campaña en su natal costa Caribe.
El segundo caso es el de un problema conyugal de Nicolás Petro, primogénito y ficha política del presidente en esa misma región. Su expareja reveló públicamente que Nicolás habría obtenido financiación no reportada para la campaña, incluyendo de un exnarco, y se la habría embolsado; el jueves pasado, la Fiscalía reveló que Nicolás ha dicho que parte del dinero llegó a la campaña. Aunque ayer afirmó que su padre no sabía del ingreso de dineros turbios, y no ha dado pruebas de sus afirmaciones, el presidente quedó a la defensiva.
La esperanza ya no marca al país. En las encuestas recientes el presidente ya solo aparece con entre el 35% y el 40% de apoyo y la mayoría responde que el país va mal. En menos de tres meses serán las elecciones regionales, y la izquierda tiene pocas opciones de salir fortalecida. El cambio ya no tiene el viento a favor. Quedan tres años para ver sus resultados.
NAM/ Con información de El País
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