Desde mi punto de vista, gritar es un grito desesperado de nuestro interior. Es una forma de decir «¡Aquí estoy, mírenme, escúchenme! ¡Quiero que entiendas con rabia y miedo lo que no sé explicarte con amor!» cuando sentimos que nuestra voz se pierde en el bullicio del mundo.
En el mundo profesional, vemos a jefes gritar a sus colaboradores, creyendo que con ello están disciplinando. Padres que gritan a sus hijos, parejas que alzan la voz en discusiones, como si quien habla más fuerte tuviera la razón. Nada que ver, queridos. El verdadero respeto no nace del miedo o la intimidación. Nace de la comprensión, de la conexión genuina con los demás.
Gritar puede ser una señal de que no sabemos cómo expresar nuestra frustración o nuestros deseos de otra manera. Es un aprendizaje, algo que hemos visto en figuras de autoridad y que hemos repetido sin
cuestionar.
Entonces, ¿qué tal si hoy, en lugar de alzar la voz, intentamos escuchar más? ¿Qué tal si en lugar de gritar, buscamos palabras que construyan puentes y no muros? Porque el respeto que realmente vale la
pena es aquel que se gana desde la empatía, entendiendo al otro y siendo entendido.
Reflexionemos sobre esto hoy. Preguntémonos cómo podemos comunicar mejor lo que sentimos sin necesidad de alzar la voz. Porque, al final del día, el respeto y la validación que buscamos fuera, comienzan
dentro de nosotros.
No te escucharán más si gritas, lo que sí lograrás es que te eviten, te mientan y a tus espaldas, digan las cosas que no se atreven a decirte de frente por miedo a ser maltratados. ¿Cómo lo ves tú?
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