¿CÓMO SABER QUÉ ES FALSO Y QUÉ ES CIERTO? EN ESTOS TIEMPOS DE POSVERDAD SE HAN MULTIPLICADO TANTO LOS PROYECTOS DE VERIFICACIÓN DE DATOS COMO LAS PROFESIONES FORENSES.
Si me viera en la absurda obligación de decidir cuál es el proyecto intelectual y artístico más significativo de nuestra época, creo que optaría por Forensic Architecture. Mediante el diálogo entre antropólogos forenses, periodistas, programadores y artistas, el equipo internacional de esa agencia de investigación multidisciplinar examina y representa crímenes a través de los macrodatos, la cartografía y la inteligencia artificial. En un momento en que domina la subjetividad y la opinión, ellos analizan grandes problemas, como la violencia policial durante las protestas del #BlackLivesMatter o el uso de herbicidas israelíes en Gaza, a partir solo de los hechos. En sus manos, la información puede generar belleza y justicia.
La palabra “forense” proviene del latín y remite al foro, es decir, al espacio central de la vida pública. Durante cerca de 1500 años, las prácticas forenses se han limitado al ámbito de la medicina y la criminología. Nuestro siglo XXI, esencialmente posverdadero, le están devolviendo su centralidad perdida. Nos estamos acostumbrando a desconfiar de todo, a la necesidad de constantes autopsias, tanto de las víctimas de la violencia criminal o institucional como de los discursos políticos y transmedia. Nunca antes habían sido tan importantes las herramientas de lectura crítica. Encontramos lo forense tanto en el arte contemporáneo o las teleseries como en los planes de estudio de muchas disciplinas (hasta existen la fonética, la genética y la entomología molecular forenses). Su lógica se ha contagiado al periodismo de la verificación de datos. Porque ha cristalizado la idea de que solo tras la interpretación rigurosa de un cuerpo —biológico, tecnológico, social o informativo— podemos llegar a la difícil verdad.
Desde los filtros con que manipulamos las fotos hasta las estadísticas oficiales sobre las víctimas de la COVID-19: la posverdad afecta a todas las capas de nuestra realidad. La nueva obsesión forense, por tanto, además de una necesidad legal o mediática, es también una estrategia de supervivencia. Las deepfakes, esas falsificaciones realistas producidas con sistemas de aprendizaje profundo, son cada vez más perfectas. Indican que —durante la década que comienza— no solo va a aumentar la cantidad de noticias falsas, va a hacerlo también su calidad. Van a poner todavía más a prueba tanto las ciencias forenses físicas como las digitales.
El populismo y los presidentes adictos a Twitter han dejado claro que es mucho más viral lo que apela a las bajas pasiones y al odio que lo que es, sencillamente, cierto. En los buscadores y las redes sociales, el éxito o el fracaso de la propagación de un contenido no dependen de su calidad o de su autenticidad, sino de su carga viral. Por eso las deepfakes no van a hacer más que propagarse. Al igual que van a volver frecuente la presencia en las nuevas películas de actores y actrices muertos, también van a llenar internet de vídeos porno protagonizados por personas reales que nunca se han desnudado delante de una cámara y de vídeos en que cualquiera podrá decir palabras que nunca ha pronunciado. Como dice la investigadora Miren Gutiérrez en Activismo de datos y cambio social: “Cuando la práctica de la ciudadanía vigilante se vale de los datos y sus herramientas” contrarresta “la vigilancia masiva por parte de los gobiernos y las empresas”. Y sus violencias. Pone el ejemplo de InfoAmazonia, el impresionante proyecto colectivo que compila toda la información disponible sobre la violación de los derechos humanos y los conflictos medioambientales del territorio amazónico. La diseccionan con herramientas tecnológicas para obtener pruebas que permitan denunciar los abusos del poder estatal y corporativo.