viernes 19 de abril de 2024

#OPINIÓN || Timbales sin sonidos sobre el país || Rafael del Naranco

El arte de dirigir un proyecto – político, social o mercantil – es saber entender el momento exacto de abandonar la batuta para no desafinar a la orquesta.

Estas palabras son del reconocido director de orquesta Herbert Von Karajan, al final de un concierto de año nuevo en la Ópera estatal de la capital austriaca, cercana a la hermosísima catedral de San Esteban, y en el que asumió un entusiasmado éxito nuestro admirado amigo Gustavo Dudamel.

Refieren acreditadas crónicas medievales que los grandes señores de la guerra de aquellos tiempos solían llevar con ellos, en sus cruzadas de dolor y muerte, un submundo alucinante con personajes donde nunca faltaban rameras, titiriteros, magos, frailes, bufones, escribas, músicos y mercachifles de baja calaña. Es decir, toda una tramoya con sus enredadas complicaciones germinadas del compenetrarse cotidiano.

Y esto, al principio de que cada conflicto humanitario era una puesta en escena con docenas de cadáveres dispersos sobre los labrantíos de la cotidiana existencia.

 

En el siglo XVII, los italianos crearon una especie musical que alguien comenzó a llamar “Opus” (obra) cuyo plural latino es ópera, una representación dramática ayudada con el canto. Y así, tomando un poco del teatro griego clásico, llegamos a los textos y partituras actuales cuando con las nuevas técnicas vocales y las diversas y variadas escuelas, se terminó convirtiendo en un arte sorprendente que hasta los políticos demagogos usan teatralmente en sus arengas.

 

Y todo este divertimento cortesano – con perdón de Lully, Rameau y Haendel – nos ha valido para llegar entre el romanticismo centroeuropeo de Wagner y Berlioz, a las mismas puertas de Georges Bizet, aquel parisino cuya obra más conocida y universal es “Carmen”.

Alexandre-César-Léopold Bizet, más conocido como Georges Bizet, entretejió una música arrebatadora, trágica y romántica. De no ser así, la partitura surgida de la novela de Prosper Mérímée sería el panfleto de una España pavonada de aplausos y panderetas. Igualmente de un olé patético tras una verónica de celos a la orilla del Guadalquivir.

El francés salvó a Carmen, la hizo inmortal, y hoy sus amantes la reverencian con apasionamiento.

La cigarrera de Sevilla se retornó en leyenda, y cualquier galantería que se haga con ella, no perderá ni un ápice de su esplendor.

 

Y al ser considerada una genialidad escénica, fue en alguna ocasión representada de forma bufa, y eso, si cabe, la volvió más perdurable; y lo dice quien contempla las grandes óperas igual a los amores idos: de tarde en tarde y en la memoria.

 

Recuerdo que haciendo en Nápoles una pausa camino a la isla de Capri, conseguí contemplar a Jérôme Savary representando la música de Bizet con un montaje trasgresor y polémico, llenando la pieza de enanos, toreros y personajes arrancados de las alucinaciones de Federico Fellini en la cinta “Amarcord”.

No faltaron travestidos, tricornios, amores sáficos, rumbas, los consabidos cuernos, y manzanilla. Allí, en el Teatro San Carlos, adosado al Palacio Real, obra del arquitecto Domenico Fontana y frente a la Galería Humberto, Savary resucitaba el mito de la tabacalera con un desvergonzado contenido.

La experiencia se asentó en un simulacro que reinterpreta burlonamente el libreto y la partitura original. De hecho, Carmen sobrevive a la muerte gracias a un trasplante de corazón y termina enamorándose de Micaela en un garito sevillano de la España franquista.

 

Recordamos que esos amores lésbicos desesperaban a Ernest Hemingway, tan aficionado a las corridas de toros, cuya aparición en la obra sirve de pretexto para socavar otros símbolos que aún perduran desde los tiempos del concilio de Trento.

 

Como hemos expresado al inicio de estas líneas, el departir ahora de ópera ha sido pretexto para llenar la columna de hoy domingo.

Discurriendo así, y mientras unía las palabras, cavilaba sobre el contexto actual de Venezuela, cuya situación política, económica y social de “mírame y no me toques, compadre”.

Si ahora mismo – hoy por ejemplo – tuviéramos que representar como una puesta en escena la situación de nuestro país, tendríamos que acudir a Verdi, el ser el compositor de Busseto el paladín de una nación amargamente desmembrada.

 

Nuestra República, nacida en la Constitución de 1999, se halla hoy envuelta en desgarros. Los actuales tiempos son penosos ¿Pasarán? Indudablemente, todo se diluye; quedarán cicatrices, heridas, mucho dolor, y un cansancio profundo.

 

Una patria no puede transitar dividida en dos mitades, se desgarra siempre. Nadie debe creer que su verdad es única. La historia nos ha demostrado que esa idea es una paparrucha. La convivencia democrática es una tarea que no acaba nunca y, aún así, sigue siendo el mejor sostén para un pueblo deseoso de ser libre.

Y en medio de estos deseos ineludibles en el coexistir diario, recurramos al diálogo – si aún es posible – para encadenar concordias hermanadas en el huerto de la convivencia tan urgentemente necesaria.

Quizás ha llegado el tiempo tan anhelado de que los venezolanos se entiendan, y el primer paso – con nobleza y dignidad – debe llegar de la fuente del Pez que Escupe Agua, en el patio de Misia Jacinta.

Si aún es posible, soseguemos las palabras, templemos el espíritu, usemos los panegíricos ecuánimes para obtener notas de libertad, y con ese empeño vehemente y penetrante, no todo estará perdido sobre unos tiempos – tan de todos – ceñidos en insondables esperanzas

NAM/Rafael del Naranco

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